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miércoles, septiembre 22, 2021

Recordando los diecinueves

La mañana del 19 de septiembre de 1985, viajaba por calzada de Tlalpan junto con mi padrastro rumbo al colegio Washington, donde cursaba el tercer año de primaria, cuando el terremoto nos sorprendió. Mi escuela ocupaba una mansión, otrora residencia de Antonio Rivas Mercado, ubicada a unas cuadras del Panteón de San Fernando, muy cerca de La Esmeralda, la escuela de pintura y escultura donde mi madre en ese entonces estudiaba.

El cotidiano y tortuoso viaje matutino desde la delegación de Coyoacán, desde la antigua hacienda de Coapa donde en aquel entonces vivíamos, se interrumpió por un oleaje repentino que hizo ondular la carpeta asfáltica de la calzada de Tlalpan, a la altura de San Antonio Abad, y una nube de polvo de lo que fueran los edificios de costureras y maquiladoras de joyeria de Maxel aledaños al metro, nubló la vista hacia el norte, hacia donde nos dirigíamos.

Abandonamos la combi donde viajábamos, y sin lograr comprender lo que sucedía, y aún sintiendo las oscilaciones de aquellos ocho punto un grados en la escala de Richter trepar mi espina, experimenté en cuerpo y alma el inicio de la catástrofe más debastadora que ha sufrido la ciudad de México, después de la conquista española.

A pesar de la insistencia de Pépe, la pareja de mi madre, en depositarme en la escuela puntualmente, cosa que nunca ocurrió y razón por la cual estoy treinta y siete años después escribiendo estas líneas, nunca logramos llegar. Después sabríamos que a los pocos segundos de iniciar el terremoto, el edificio moderno a un costado de la mansión porfiriana, donde estaban los dormitorios del internado Washington donde aún dormían muchos de mis compañeros, se derrumbó piso sobre piso. La misma suerte corrieron más de cinco mil edificios en toda la ciudad esa mañana, incluidas las decenas de vecindades sobre aquella misma calle de Héroes, la cual nunca volví a concurrir, sepultando en vida bajo sus escombros a toda esa gente que habitaba en ese entonces aquel barrio viejo del centro de la ciudad, y a quienes recuerdo ver transitar día con día, en aquella época de mi niñés, que tan abruptamente nos cambió la vida a tantos.

Hoy en día la casona de los Rivas Mercado es un sitio histórico, y el sitio donde se alzaba aquel edificio está aún valdío, sin placa, sin rastro que recuerde a aquellas voces de tantos que se opacaron al instante por el concreto pulverizado esa mañana tan gris y tan triste.

Nunca pensé volver a ver aquel México DF de cuadras derruidas, de fierros retorcidos, de trapos razgados colgando de los escombros, de cuerpos humanos prensados por los emparedados mounstruosos de tanto hormigón derrumbado. Nunca pensé volver a oler la muerte, que inundó cada rincón del centro histórico, de la Roma, de Tlatelolco, y de media urbe que recordaba a una zona de guerra. Nunca pensé volver a sentir ese terror, hasta ese otro diecinueve de septiembre pero de dos mil diecisiete, cuando como por un acto de coincidencia o castigo divino, como eso que llaman dejavú, la pesadilla se recreó, y nuestros cuerpos se sintieron de nueva cuenta sacudidos, estremecidos, y castigados por la tectónica retorciéndose en las entrañas de esta tierra salvaje, que volvió una vez más ese día, a recordarnos su poder infinito, tan monumental y tan despiadado, tan convulsivo y tan indomable.

Siempre recordaré ambas fechas con respeto, con agradecimiento por la solidaridad y la empatía de mis compatriotas, y con un profundo miedo que aún sigue cimbrando mis huesos cada vez que la tierra nos sacude.

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