MI ESPACIO PARA DIVAGAR

viernes, diciembre 30, 2005

Recorriendo rutas perdidas

Desde el aire la ciudad parecía intacta a mi llegada, como si la hubiese dejado ayer, y no tantos años atrás. Aquella inmensa urbanización de cuadrículas regulares y azoteas planas aparecía enmarcada detrás de la ventanilla redonda, hasta disolverse en el horizonte nublado por el perpetuo humo oscuro que siempre la cubre, ocultando las montañas y volcanes que coronan las cumbres del valle de México. Descendí observando ese plato gris que alguna vez fue lago, ahora cubierto de concreto y arterias de asfalto, y recordé aquella primera vez que me fuí de esta tierra, con planes y sensaciones tan distintas a las de ahora. Entonces sentía tanta alegría por volar lejos de este monstruo del que siempre había querido escapar, y ahora era todo lo contrario, me entusiasmaba estar de nuevo entre sus calles, como un microbio más plagando ese cuerpo de hormigón como tantos alla abajo hacen.

Ya en tierra firme, el golpe de aroma a urbe golpeó mi olfato, y ese estruendo perpetuo de ciudad tan característico llego a mis oídos. Tomé un taxi de sitio, y me asustó verme de nuevo entre aquel tráfico caótico, y todo parecía estar intacto, como si el tiempo no hubiese pasado. En mi trayecto, encontré algunos puentes nuevos y distribuidores viales gigantes, desde los cuales a esas alturas, pude notar que los árboles también habían crecido en mi ausencia. Todo era lo mismo en escencia, pero nada estaba absuelto de cambios evolutivos.

Después de casi una hora entre el torrente de automóbiles cruzando el caos de la metrópoli, llegúe al remanso de Coyoacán, el barrio que siempre he considerado mío, y me interné de inmediato entre sus callejuelas adoquinadas esquivando a los traunseuntes de rostros conocidos, todos mas viejos o más robustos, otros menos jóvenes y otros más esbeltos, pero la atmósfera pueblerina ajena a lo urbano estaba íntegra como siempre. Este seguía siendo el mismo oasis pintoresco encapsulado en la jungla de asfalto que siempre había sido.

Me había quedado de ver con mi amiga Lucía en casa de sus padres, y me encaminé a la calle de Delta, donde también recordaba haber tenido un amor de adolescencia a quién llevaba años sin ver. Esa calle me era muy familiar, y reconocí de inmediato la casa de aquella novia, y pude ver el viejo vocho amarillo de su padre aún en la cochera, ahora mucho más oxidado, y me dejé transportar a aquella época cuando la visitaba, y recordé también lo dificil que era sacarla a pasear. Su padre era un abogado mal encarado y divorciado, quién había terminado ganando la custodia de Alejandra su hija, y no había tenido otra opción que regresar a vivir a la casa de su madre anciana. Sentí un golpe en el estómago por tanto recuerdo, y sentí de pronto empatía por aquel energúmeno, y pensé en el divorcio por el que estaba en ese momento pasando yo mismo, y comprendí el porqué de tanta amargura en aquel hombre que odiaba que cualquiera se acercase a su hija. Tuve de pronto curiosidad por saber cual habría sido el desenlace de sus vidas, y sentí el impulso de acercarme y llamar a la puerta para saludar, pero eso habría sido absurdo. Después de todo ya habían pasado unos quince años desde la última vez que había tocado aquel timbre, y aquella vez habría sido la última, pues recordaba que su padre nos había encontrado aquella vez en la sala medio desnudos, y me había sacado a patadas de su casa ese día. No la había vuelto a ver desde entonces. Seguí avanzando, y decidí no averiguar que sería de ellos, y pues después de todo, seguramente estaría ella casada o con hijos, y desde hace mucho que habría dejado de vivir con su padre y con su abuela, pues recuerdo lo mucho que deseaba que álguien o algo le sacase algún día de aquella prisión.

Continué calle abajo buscando el número veintidós donde vivían los padres de mi otra amiga, y quién también vivía en los Estados Unidos y estaba por esos días de visita en la ciudad. Ella era una amistad de otra etapa distinta de mi vida, con quién había tenido una banda de reggae muy famosa y muy entrañable en la escena nacional, antes que me fuera de México, y quién igual que yo, llevaba años viviendo en el extranjero. Yo me había casado con la gringa madre de mi hija, y por la cual había dejado la banda y el país, y con la misma que acababa de divorciarme después de ocho años de matrimonio. Lucía estaba casada con un californiano y también había dejado la banda para buscar suerte en otras latitudes, y habíamos casualmente coincidido en este viaje a México.

A la mitad de la calle afuera de su casa encontré al clan Avilés Breton, desde los más viejos, el patriarca Gilberto y doña Lupita, hasta el más pequeño, Wes Balam, hijo de mi amiga y de Erick su esposo, y encontré ahí innesperadamente también a mi amigo el Zapayo, también ex integrante de mi banda, a quien no había visto desde hacía años, y y quién había también vivido por años fuera del país. Ahí estaban todos a punto de marchar hacia una caminata por el vecindario, y me incluí con ellos a aquella caravana enfilándome de nuevo hacia las callecitas serpenteantes de aquel barrio viejo, entre amigos, reconociendo aquel rumbo tan familiar y tan propio después de tanto tiempo de estar lejos.

Llegamos a una plaza ámplia y nos tendimos al sol opacado por las nubes de humo urbano, intercambiando anécdotas y dejándonos reconocer una vez más después de habernos dejado por tanto tiempo. Eran tantas cosas que debíamos contarnos, y las horas transcurrieron rápidas disfrutando de nuestras presencias.

Por tanto tiempo habría deseado estar sentado en uno de estos parques de mi tierra durante mi auto exilio, y ahora estaba aquí mismo, en este lugar donde había crecido. Me encantaba estar finalmente en el Distrito Federal, y ahora me descubría en medio de este escenario tan anhelado, rodeado de mis amigos, incorporándome de nuevo a la cotidianidad de esta metrópolis tan única. Me entretenía observando este mundo tan familiar, tumbado entre sus arboledas pobladas por ambulantes vendiendo dulces artesanales, y viendo a todos esos perros de calle tomando el sol de la tarde sobre los camellones, y a los niños alimentando las palomas y a las ardillas de ciudad, justo como yo hacía de pequeño.

Continuamos la expedición visitando a los amigos del barrio, encontrándome con viejas memorias en sus rincones, y en mi avance, las iba rememorando en las fachadas descoloridas, y en los tendajones de siempre, intactos después de tantos años, y también en la gente y en el ruido de hoy y de ayer, encapsulado entre los portones de las casonas reberverando enternamaente en sus interiores. El registro de los años y los vestígios de épocas pasadas se manifestaban en los herrajes y los elementos arquitectonicos de las grandes fachadas, revelando el abismo de anécdotas atrapadas detrás de sus paredes, que sobre sus múltiples capas de pintura sobrepuestas, y entre todas sus grietas, el pasado y el presente se fundían en la misma línea de tiempo.

Visitamos varias casas de personajes locales, personas que conocía personalmente y otras que solo de vista reconocía, ingresando a sus micro universos, contenidos en este barrio de artistas, intelectuales y locos, sorprendido por la variedad de contrastes y realidades distintas. En cada casa encontraba un mundo distinto, una historia diferente en cada interior, y teniendo este barrio un pasado tan opulente, no era extraño encontrarse con grandes mansiones y vestígios de antiguas fortunas. Todas ellas tenían algo en común, y esto era una evidente decadencia, pues era notable que esos viejos palacetes habían terminado en las manos de bohemios, y no potentados, que no habían sabido como mantener aquellas riquezas.

Una de esas casonas era la de un viejo pintor de apellido Gireau, quién poseía una mansión porfiriana en la esquina contigua a la gran plaza principal, y la cual había sido alguna vez residencia de una de las más opulentes familias del barrio. Ésta, como había pasado con tantas, había quedado en las manos del único heredero sobreviviente de aquel linaje de aristócratas franceses, y el único sin ese ímpetu industrioso que había alguna vez posicionado a sus ancestros en lo más alto de la sociedad de esta ciudad. Hace mucho que aquella construcción neoclásica había empezado su proceso de decadencia, y hace mucho que había perdido su aire opulente, pues ya desde hacía varias décadas que no recibía una mano de pintura, y hacía mucho también, que se le había empezado a mutilar y despojar de lo que fuese que se pudiese vender. Los herrajes de forja traídos en barco desde Francia, y los mismos que alguna vez habrían cubierto las ventanas, habían terminado en alguna fundición vendidos como fierro viejo. Mucho antes que eso, los antiguos mobiliarios porfirianos de su interior habían terminado en manos de los anticuarios, vendidos por ridículas bicocas, seguramente para prolongar el suministro de vino barato y tabaco un mes más. Tampoco los bucólicos jardines habían tenido mejor suerte, pues ahora lucían repletos de escombros de todo tipo, y por bodegas improvisadas de lámina oxidada, donde se habían mudado varios ocupas artesanos, amigos de aquel heredero sin gloria propia.

Otra de aquellas desafortunadas mansiones, era una que había sido residencia de Resortes, actor exponente del cine mexicano, y la cual había terminado en manos de un nieto, y quién de igual forma que tantos otros herederos del barrio, había terminado con el último centavo de aquella fortuna, y ahora vivía del alquiler de las habitaciones, en las cuales vivían algunos pintores y todo tipo de artistas y nigromantes, y quienes se habían asegurado de continuar habitando aquellos espacios que en sus mejores tiempos, vieron transitar a las más célebres personalidades. La sala de aquella casa tenía aún algunos moviliarios originales, y fotografías sobre los muros, que eran evidencias de la farándula mexicana que alguna vez había concurrido aquellos salones.

Así pasamos aquella tarde en ese micro cosmos al sur de la ciudad, visitando personalidades en sus palacios delapidados, en ese barrio que antes fue pueblo, antes que la urbe se extendiera hasta sus actuales confines, oscilando en el tiempo entre la época cuando Coyoacán era aún la provincia de la gran capital, y este tiempo actual de decadencia y de posmodernidad neoliberalista.

No todo en esta ciudad había decaído, pues eran obvios los ejemplos de opulencia y progreso, pero estos pertenecían a otros gremios y a otros estratos, y evidentemente el de los artistas e intelectuales no estaba incluido en ese proyecto de nación que solo ponía a los empresarios, a los ejecutivos y a los políticos en la cima de la pirámide social.

La ciudad no había cambiado en su traza, pero el embate del tiempo había dejado huellas profundas tanto en sus construcciones, como en los que las habitan. La erosión del tiempo también había dejado surcos en mí, y en esta visita a esta tierra mía, me hacía pensar que nada es permanente, y que no estoy tan íntegro ahora, como cuando lo estaba cuando me fuí.