MI ESPACIO PARA DIVAGAR

viernes, diciembre 30, 2005

Recorriendo rutas perdidas

Desde el aire la ciudad parecía intacta a mi llegada, como si la hubiese dejado ayer, y no tantos años atrás. Aquella inmensa urbanización de cuadrículas regulares y azoteas planas aparecía enmarcada detrás de la ventanilla redonda, hasta disolverse en el horizonte nublado por el perpetuo humo oscuro que siempre la cubre, ocultando las montañas y volcanes que coronan las cumbres del valle de México. Descendí observando ese plato gris que alguna vez fue lago, ahora cubierto de concreto y arterias de asfalto, y recordé aquella primera vez que me fuí de esta tierra, con planes y sensaciones tan distintas a las de ahora. Entonces sentía tanta alegría por volar lejos de este monstruo del que siempre había querido escapar, y ahora era todo lo contrario, me entusiasmaba estar de nuevo entre sus calles, como un microbio más plagando ese cuerpo de hormigón como tantos alla abajo hacen.

Ya en tierra firme, el golpe de aroma a urbe golpeó mi olfato, y ese estruendo perpetuo de ciudad tan característico llego a mis oídos. Tomé un taxi de sitio, y me asustó verme de nuevo entre aquel tráfico caótico, y todo parecía estar intacto, como si el tiempo no hubiese pasado. En mi trayecto, encontré algunos puentes nuevos y distribuidores viales gigantes, desde los cuales a esas alturas, pude notar que los árboles también habían crecido en mi ausencia. Todo era lo mismo en escencia, pero nada estaba absuelto de cambios evolutivos.

Después de casi una hora entre el torrente de automóbiles cruzando el caos de la metrópoli, llegúe al remanso de Coyoacán, el barrio que siempre he considerado mío, y me interné de inmediato entre sus callejuelas adoquinadas esquivando a los traunseuntes de rostros conocidos, todos mas viejos o más robustos, otros menos jóvenes y otros más esbeltos, pero la atmósfera pueblerina ajena a lo urbano estaba íntegra como siempre. Este seguía siendo el mismo oasis pintoresco encapsulado en la jungla de asfalto que siempre había sido.

Me había quedado de ver con mi amiga Lucía en casa de sus padres, y me encaminé a la calle de Delta, donde también recordaba haber tenido un amor de adolescencia a quién llevaba años sin ver. Esa calle me era muy familiar, y reconocí de inmediato la casa de aquella novia, y pude ver el viejo vocho amarillo de su padre aún en la cochera, ahora mucho más oxidado, y me dejé transportar a aquella época cuando la visitaba, y recordé también lo dificil que era sacarla a pasear. Su padre era un abogado mal encarado y divorciado, quién había terminado ganando la custodia de Alejandra su hija, y no había tenido otra opción que regresar a vivir a la casa de su madre anciana. Sentí un golpe en el estómago por tanto recuerdo, y sentí de pronto empatía por aquel energúmeno, y pensé en el divorcio por el que estaba en ese momento pasando yo mismo, y comprendí el porqué de tanta amargura en aquel hombre que odiaba que cualquiera se acercase a su hija. Tuve de pronto curiosidad por saber cual habría sido el desenlace de sus vidas, y sentí el impulso de acercarme y llamar a la puerta para saludar, pero eso habría sido absurdo. Después de todo ya habían pasado unos quince años desde la última vez que había tocado aquel timbre, y aquella vez habría sido la última, pues recordaba que su padre nos había encontrado aquella vez en la sala medio desnudos, y me había sacado a patadas de su casa ese día. No la había vuelto a ver desde entonces. Seguí avanzando, y decidí no averiguar que sería de ellos, y pues después de todo, seguramente estaría ella casada o con hijos, y desde hace mucho que habría dejado de vivir con su padre y con su abuela, pues recuerdo lo mucho que deseaba que álguien o algo le sacase algún día de aquella prisión.

Continué calle abajo buscando el número veintidós donde vivían los padres de mi otra amiga, y quién también vivía en los Estados Unidos y estaba por esos días de visita en la ciudad. Ella era una amistad de otra etapa distinta de mi vida, con quién había tenido una banda de reggae muy famosa y muy entrañable en la escena nacional, antes que me fuera de México, y quién igual que yo, llevaba años viviendo en el extranjero. Yo me había casado con la gringa madre de mi hija, y por la cual había dejado la banda y el país, y con la misma que acababa de divorciarme después de ocho años de matrimonio. Lucía estaba casada con un californiano y también había dejado la banda para buscar suerte en otras latitudes, y habíamos casualmente coincidido en este viaje a México.

A la mitad de la calle afuera de su casa encontré al clan Avilés Breton, desde los más viejos, el patriarca Gilberto y doña Lupita, hasta el más pequeño, Wes Balam, hijo de mi amiga y de Erick su esposo, y encontré ahí innesperadamente también a mi amigo el Zapayo, también ex integrante de mi banda, a quien no había visto desde hacía años, y y quién había también vivido por años fuera del país. Ahí estaban todos a punto de marchar hacia una caminata por el vecindario, y me incluí con ellos a aquella caravana enfilándome de nuevo hacia las callecitas serpenteantes de aquel barrio viejo, entre amigos, reconociendo aquel rumbo tan familiar y tan propio después de tanto tiempo de estar lejos.

Llegamos a una plaza ámplia y nos tendimos al sol opacado por las nubes de humo urbano, intercambiando anécdotas y dejándonos reconocer una vez más después de habernos dejado por tanto tiempo. Eran tantas cosas que debíamos contarnos, y las horas transcurrieron rápidas disfrutando de nuestras presencias.

Por tanto tiempo habría deseado estar sentado en uno de estos parques de mi tierra durante mi auto exilio, y ahora estaba aquí mismo, en este lugar donde había crecido. Me encantaba estar finalmente en el Distrito Federal, y ahora me descubría en medio de este escenario tan anhelado, rodeado de mis amigos, incorporándome de nuevo a la cotidianidad de esta metrópolis tan única. Me entretenía observando este mundo tan familiar, tumbado entre sus arboledas pobladas por ambulantes vendiendo dulces artesanales, y viendo a todos esos perros de calle tomando el sol de la tarde sobre los camellones, y a los niños alimentando las palomas y a las ardillas de ciudad, justo como yo hacía de pequeño.

Continuamos la expedición visitando a los amigos del barrio, encontrándome con viejas memorias en sus rincones, y en mi avance, las iba rememorando en las fachadas descoloridas, y en los tendajones de siempre, intactos después de tantos años, y también en la gente y en el ruido de hoy y de ayer, encapsulado entre los portones de las casonas reberverando enternamaente en sus interiores. El registro de los años y los vestígios de épocas pasadas se manifestaban en los herrajes y los elementos arquitectonicos de las grandes fachadas, revelando el abismo de anécdotas atrapadas detrás de sus paredes, que sobre sus múltiples capas de pintura sobrepuestas, y entre todas sus grietas, el pasado y el presente se fundían en la misma línea de tiempo.

Visitamos varias casas de personajes locales, personas que conocía personalmente y otras que solo de vista reconocía, ingresando a sus micro universos, contenidos en este barrio de artistas, intelectuales y locos, sorprendido por la variedad de contrastes y realidades distintas. En cada casa encontraba un mundo distinto, una historia diferente en cada interior, y teniendo este barrio un pasado tan opulente, no era extraño encontrarse con grandes mansiones y vestígios de antiguas fortunas. Todas ellas tenían algo en común, y esto era una evidente decadencia, pues era notable que esos viejos palacetes habían terminado en las manos de bohemios, y no potentados, que no habían sabido como mantener aquellas riquezas.

Una de esas casonas era la de un viejo pintor de apellido Gireau, quién poseía una mansión porfiriana en la esquina contigua a la gran plaza principal, y la cual había sido alguna vez residencia de una de las más opulentes familias del barrio. Ésta, como había pasado con tantas, había quedado en las manos del único heredero sobreviviente de aquel linaje de aristócratas franceses, y el único sin ese ímpetu industrioso que había alguna vez posicionado a sus ancestros en lo más alto de la sociedad de esta ciudad. Hace mucho que aquella construcción neoclásica había empezado su proceso de decadencia, y hace mucho que había perdido su aire opulente, pues ya desde hacía varias décadas que no recibía una mano de pintura, y hacía mucho también, que se le había empezado a mutilar y despojar de lo que fuese que se pudiese vender. Los herrajes de forja traídos en barco desde Francia, y los mismos que alguna vez habrían cubierto las ventanas, habían terminado en alguna fundición vendidos como fierro viejo. Mucho antes que eso, los antiguos mobiliarios porfirianos de su interior habían terminado en manos de los anticuarios, vendidos por ridículas bicocas, seguramente para prolongar el suministro de vino barato y tabaco un mes más. Tampoco los bucólicos jardines habían tenido mejor suerte, pues ahora lucían repletos de escombros de todo tipo, y por bodegas improvisadas de lámina oxidada, donde se habían mudado varios ocupas artesanos, amigos de aquel heredero sin gloria propia.

Otra de aquellas desafortunadas mansiones, era una que había sido residencia de Resortes, actor exponente del cine mexicano, y la cual había terminado en manos de un nieto, y quién de igual forma que tantos otros herederos del barrio, había terminado con el último centavo de aquella fortuna, y ahora vivía del alquiler de las habitaciones, en las cuales vivían algunos pintores y todo tipo de artistas y nigromantes, y quienes se habían asegurado de continuar habitando aquellos espacios que en sus mejores tiempos, vieron transitar a las más célebres personalidades. La sala de aquella casa tenía aún algunos moviliarios originales, y fotografías sobre los muros, que eran evidencias de la farándula mexicana que alguna vez había concurrido aquellos salones.

Así pasamos aquella tarde en ese micro cosmos al sur de la ciudad, visitando personalidades en sus palacios delapidados, en ese barrio que antes fue pueblo, antes que la urbe se extendiera hasta sus actuales confines, oscilando en el tiempo entre la época cuando Coyoacán era aún la provincia de la gran capital, y este tiempo actual de decadencia y de posmodernidad neoliberalista.

No todo en esta ciudad había decaído, pues eran obvios los ejemplos de opulencia y progreso, pero estos pertenecían a otros gremios y a otros estratos, y evidentemente el de los artistas e intelectuales no estaba incluido en ese proyecto de nación que solo ponía a los empresarios, a los ejecutivos y a los políticos en la cima de la pirámide social.

La ciudad no había cambiado en su traza, pero el embate del tiempo había dejado huellas profundas tanto en sus construcciones, como en los que las habitan. La erosión del tiempo también había dejado surcos en mí, y en esta visita a esta tierra mía, me hacía pensar que nada es permanente, y que no estoy tan íntegro ahora, como cuando lo estaba cuando me fuí.

jueves, diciembre 22, 2005

De vuelta a casa

Finalmente después de tanta espera, aquí estoy de vuelta entre la misma gente y los mismos rumbos, y el tiempo parece haber retrocedido mostrándose congelado entre los ríos de autos, y las estructuras delapidadas de esta ciudad que me es tan ajena y tan familiar a la ves.

El vuelo fue menos estresante de lo que esperaba, aunque por un retraso de una hora en el aeropuerto de Santa Bárbara, casi pierdo el segundo vuelo en Arizona hacia Ciudad de México. Al final terminé alcanzando el avión después de una carrera cruzando de terminal a terminal, llegando cinco minutos antes de el despegue.

Creo que no me di cuenta de que realmente estaba a punto de pisar mi tierra natal, hasta que empezamos a descender, y el lago inmenso de luz artificial de la gran urbe apareció por mi ventanilla. Todo ahí intacto estaba, los edificios, las calles con flujos incesantes de gente apresurada, los anuncios espectaculares montados sobre las azoteas, mi idioma impreso y hablado invadiendo mis sentidos empapándome de la familiaridad de estar entre lo mío.

Ningún contratiempo ocurrió al cruzar la aduana, y por primera vez en mucho tiempo no tuve que pasar por extranjero esperando en filas de turistas, lidiando con la burocracia y la prepotencia de los agentes que suelen ofrecer trato impersonal y seco a los no nativos. Por lo contrario, entré bien recibido con un emotivo: bienvenido a casa de parte de una agente aduanal joven y bella, complementado por un cartel de nuestro no muy querido presidente Fox, en el que aparecía fotografiado abriendo sus brazos amplios y sonriendo con su dentadura equina característica.

La vida da tantas vueltas y regularmente nos otorga lecciones que caen en lo paradójico, una de ellas fue el hecho de que mi buen y viejo amigo JJ, por el cual de un modo indirecto (o ni tan indirecto) emprendí la aventura por la cual partí lejos de casa seis años atrás, ahora cerrando el ciclo, sea él mismo el que me reciba después de que de algún modo mi partida representó una traición hacia el.

Coincidentemente me encontré con otras personas del pasado, ahí mismo, a unos cuantos pasos de la garita, reconociendo rostros que pensaba olvidados, y descubriendo que el propio también les era reconocible. Entre una extraña escena de encuentros inverosímiles, casi imposible si se piensa en lo inmensa que es esta ciudad y este mundo mismo, y en lo improbable que resulta esperar coincidir con viejas amistades sin planeación previa, me descubro en un sitio en lo que todo es reconocible y familiar.

Salimos a las calles asfaltadas montados en el bólido rodante de mi amigo, intercambiando anécdotas, y removiendo asuntos viejos, reivindicando ofensas que antes hubieran sido imposibles de remendar, exponiéndolas en el presente, ahora disueltas en el líquido anestésico del tiempo.

La rara sensación de estar flotando en una realidad imaginada me abordó mientras aspiraba el olor amargo de la metrópolis, reconociendo la mezcla homogénea de cañerías sobre saturadas y aceite quemado penetrando por la ventana, y viendo surgir las fachadas descarapeladas, los perros mugrosos, la gente trasnochando saliendo de los tugurios clandestinos, y la cara enmarañada y grotesca de mi hogar bello y confortante.

Al día siguiente, despertando y recuperado del choque inicial de realidades, encuentro a mi madre, con los años que le han surcado con arrugas el rostro, pero con sus mismos ojos llenos de historias y de bondad, cobijándome con sus brazos que solían sanarlo todo, ahora solo confortando mi lejanía y mi dificultad de habituarme al recuerdo de mi pasado que me es desconcertante.

Recorro las avenidas conducido por taxistas cafres, esquivando las máquinas que transitan arrastradas por el paso acelerado de esta ciudad de locos, contagiado por la prisa innecesaria de la gente, y me dejo involucrar en la plática rústica de mi conductor, quien usando filosofías prácticas y simples acerca de la vida nacional, me ofrece las últimas nuevas de la política, y la economía, así como el deporte y el mal inextirpable de la delincuencia, por supuesto observado a través de la lupa empañada de su existencia marginal y humilde.

Ajeno ante el paisaje caótico, avanzo sobre las avenidas avasallado por lo que me rodea, evocándome recuerdos y sensaciones distintas, navegando en el bocho que se transforma súbitamente en una maquina del tiempo enviándome hacia el pasado, con el taxímetro que ya no marca tarifas sino fechas antes vividas.

Me interno hacia los rumbos de la gente con la que solía hacer música, y me descubro una ves mas libre de compromisos, solo sin ataduras, guiado por el libre albedrío con el que antes me conducía como cuando no debía condescender con voluntades ajenas, y finalmente reencuentro a mi tribu, a mi comuna de magos rítmico-harmónicos, y me dejo incorporar en el único sitio donde siempre me he sentido auténtico e integro, conversando con el idioma con el que me expreso mejor: la música. Estoy en casa...


sábado, diciembre 17, 2005

La Toma

La luz irregular de la tarde filtrando a través de la película verdosa de la ventana del autobús, iluminaba en mis manos el guion fotocopiado de la puesta en escena del grupo de teatral en el que participaba. Mi papel me estaba drenando emocionalmente por lo complejo de su naturaleza, y al final de las cinco horas de ensayo, mi mente terminaba turbada intentando zafarme del conglomerado de emociones gestadas durante la práctica.   Mi vida real no estaba realmente en una posición cómoda y mi propia carga de preocupaciones con frecuencia interfería con el desarrollo del personaje que Fernando mi director exigía rigurosamente. La trama depresiva de la obra se estaba arraigando de una manera opresiva, y a pesar de mi esfuerzo en separar el otro yo ficticio, me era difícil escapar del pellejo del pirata Bernardo a quien interpretaba.   El grupo llevaba casi medio año en preparativos, y el progreso no parecía aventajado de ningún modo, y si no fuera por el compromiso emocional en el que todos los veinte integrantes estábamos ligados, yo habría estado desde hace mucho tiempo buscando algún otro proyecto menos absorbente.   Por otra parte, el trayecto entre mi casa de campo al sur de la ciudad y el teatro universitario en la capital, exprimía no solo las dos horas cuarenta minutos de mi tiempo, sino que la tarifa constantemente inflada del pasaje, extraía la mitad de mi sueldo raquítico obtenido en los talleres artesanales donde laboraba.   La caseta de cuota apareció iluminada al final de la cuesta serpenteante de la autopista, y las montañas tepoztecas surgieron ennegrecidas opacadas a contraluz por el resplandor explosivo del sol poniente. De un empujón dejé deslizar la ventana polarizada, hundiendo mi cara en el calor espeso del aire semi tropical de la provincia, aspirando la menta y las hierbas invernales que surgen en abundancia cubriendo las rocas cobrizas de los montes por estos rumbos.   El pulman dio un par de giros en reversa y hacia la curva angosta de la calle empedrada a la entrada del pueblo, para así retornar hacia la carretera principal, justo antes de dejar aterrizar mis botas amarillas sobre la banqueta de piedra, a diez cuadras de la plaza principal.   Caminé cuesta arriba esquivando los charcos teñidos del barro rojizo que abunda en estos rincones de la montaña, aspirando la briza de campo mezclada con el olor a leña crujiendo en los fogones, trotando impulsado por el viento del valle que asciende en remolinos a través de los callejones, subiendo hasta las cumbres irregulares de la sierra arrastrándome a mi morada.   La casa donde en ese tiempo vivía no era realmente mía, era una cabaña al pie del cerro, que un par de amigos actores rentaban, y solía dormir allá un par de veces por semana a cambio de las noticias frescas del círculo teatral capitalino que traía semana con semana, y el buen repertorio guitarrístico con el que amenizaba las tardes en el jardín rocoso, donde nos encaramábamos todas las tardes tomando licor, cantando, y meditando bajo las estrellas.   Edith mi amiga, tenía alrededor de treinta y tres años, y era maestra de actuación en la única escuela primaria del pueblo. Por la cantidad de fuereños expatriados del DF, y los demás americanos, europeos, y sudamericanos que habían decidido hacer de Tepoztlán su hogar desde que la villa se había convertido en cede del esoterismo "new age", el presupuesto hacia la educación artística en el municipio se había disparado dando empleo a profesionales como ella, permitiéndoles permanecer en el pueblo natal de sus ancestros sin emigrar hacia la saturada capital.   Chava era un actor egresado de la universidad estatal, pero la falta de foros en la región le había forzado a hacer una carrera alterna en el periodismo, y desde hacía algunos años escribía para un diario con tendencias socialistas, publicado en Cuernavaca la capital del estado.   Los dos habían nacido y crecido en el barrio de Santa Cruz, en la cima del poblado, y no tenían realmente ninguna razón de vivir en ningún otro sitio.   Por las tardes, Edith ofrecía un taller de teatro campesino en el casco de un auditorio venido a menos, detrás de la escuela donde enseñaba, y yo ya llevaba tiempo deseando liberarme del compromiso con la obra de piratas nihilistas seudo góticos que jamás parecía llegar a ningún lado, y reunirme al taller a explorar otras formas menos obscuras de hacer teatro.   La propuesta ofrecía montar piezas tradicionales basadas en leyendas locales, y a la ves inyectar una dosis de conciencia al público exterior presentando una estampa de la situación precaria en la que el mayor número de indígenas campesinos vivían. Las cosas en Tepoztlán estaban cada vez mas tensas, el flujo de extranjeros adinerados llegando al pueblo y comprando tierras con intenciones de desarrollo industrial, desplazando a las familias pobres que se veían forzadas a vender por bicocas el único patrimonio y vestigio de su historia y cultura, se intensificaba cada vez mas.   Por otro lado los capitalinos sofocados por la falta de espacio y la falta de aire limpio en la ciudad, habían estado emigrando desde hace ya varios años, aprovechándose de lo costeable de la vida aquí en esta provincia olvidada.   Lo que había sido una comunidad basada en lo comunitario, el respeto y la igualdad social, siguiendo el modelo ancestral de paz y equidad que había reinado por centurias, ahora se estaba transformando en un punto turístico mas en el mapa, y en el que los habitantes nativos no significaban mas que mano de obra barata y sustituible, relegándolos al estrato ínfimo social, arrebatándoles la dignidad y la tierra misma que les había sustentado por tanto tiempo.   Cruzando la plaza donde la presidencia municipal y el mercado hacen cuadrángulo, volteé alrededor de la esquina rodeando la fila de puestos de verduras y especies con sus toldos de manta, y sus pilas de chiles pulverizados, pastas, y granos. En el centro de la plaza, las quezadilleras con sus mandiles floreados y sus manos habilidosas torteando la maza, entretenían los apetitos de los viajeros, haciéndome recordar la falta de alimento en mi estomago, y me dejé guiar por el olor a queso fundido sobre brazas, y el maíz de las tortillas sobre los comales.   -Buenas doña. ¿Cómo le va? -Saludé a la mujer robusta y sonriente tras el fogón. -Bien joven.  ¿Que le vamos a dar?- Preguntó. Recorrí la pizarra del menú de arriba a abajo como siempre hacía, y terminé ordenando lo mismo de siempre. -Una de tinga doñita por favor- Siempre he tenido la tendencia de apegarme a lo que por experiencia me satisface, y casi nunca varío otras opciones evitando los titubeos y el riesgo a las decepciones.   La concurrencia en la única mesa del puesto era variada. Observé un par de parejas viajando en grupo, sentados al extremo opuesto de la mesa larga y angosta discutiendo la ruta de regreso hacia el Distrito, de donde nadie encontraba duda que viniesen por el acento particular de telenovela. A mi lado comía un americano viejo de barba enmarañada olor rancio, a quien conocía de vista, y por lo que se sabía había escapado de la recluta de reservas durante la guerra de Corea, expatriándose desde entonces viviendo en una cueva acondicionada por los rumbos de Amatlan, del otro lado del valle. Norman el loco, le apodaban, y había forjado su popularidad gracias a los hongos alucinógenos y mariguana que cultivaba y vendía camuflado entre las vendimias de yerberos medicinales en el mercado central.   A mi otro extremo, un par de niños indígenas desgranaban las mazorcas con sus deditos delgados y oscuros, arrojando las perlas amarillentas sobre tinajas de peltre jaspeado.   Hinqué el diente en la punta humeante de la quesadilla, por dónde las hebras jugosas de pollo enjitomatado resbalaban, sorbiendo la salsa aun hirviente evitando derramarla sobre mi plato de plástico.   Miré los últimos rayos de luz de la tarde filtrándose a través de la lona raída sobre mi cabeza, mientras permitía desvanecer mi hambre en cada bocado del guiso, reposando postrado sobre la banca astillada saboreando la carne y las especies fusionándose en mi boca.   Faustino el marido de la quezadillera, quien minutos antes había llegado empolvado del campo arrojando su morral y su machete curvo sobre el piso junto a nosotros, lanzó una mirada dura y aguda hacia su esposa, y en voz baja empezó a susurrar con palabras entrecortadas como masticando el humo de la leña, y un aire de desesperanza opacó su semblante iluminado por el fuego del brasero. "Malditos invasores", le alcancé a escuchar decir, mientras plantaba un puño sobre su rodilla enlodada. "Calla hombre, come algo pues" contestó su mujer alcanzándole un plato de caldo de huesos. -''No hacen mas que venir a chingar la madre" -Añadió el hombre poniéndose un trozo de tortilla entre los dientes. -"Ora dicen quesque nos van a beneficiar dándonos empleo en el campo ese de golf que quieren construir en nuestras parcelas". -"Además el cacique vendido ese de Norberto quésque ya firmó los papeles pa' que los ejidos se vendan así nomas sin consultarnos".   -"No mas porque qués el presidente municipal" -"Ya déjalo Faustino, y come hombre que se te va a enfriar la cena"- Contestó la esposa mientras giraba con dedos nerviosos el botón del volumen del televisor blanco y negro, que desde hacía rato distraía las miradas de la clientela montado sobre la hielera destartalada frente a la mesa.   -"A que María Mercedes tan coquetona que es, o no niños." -"Mira el galán que se acaba de enjaretar; harto billete que se carga pues" -Comentó la mujer, concentrando la vista en la comedia televisada, desviando la conversación del marido. -"¿Cuantas mas se come joven?" - Me preguntó con sonrisa tensa, como adivinando mi desinterés en los romances televisivos, y mi curiosidad hacia las conversaciones ajenas. -Así está bien muchas gracias, respondí mientras apresuraba mi mano buscando las monedas en mi bolsillo para pagarle, avergonzado por su atinada intuición. Tragué el último bocado de mi cena, y me levanté agradeciendo.   Había escuchado rumores acerca de la construcción de un campo de golf en el valle de Atongo, pero hasta la fecha no sabía si realmente era verídico, o si se trataba solo de chismes amarillistas. Además sabía que legalmente la región estaba protegida como reserva ecológica por el gobierno federal, y no era factible que se aprobara un proyecto de desarrollo en ningún sitio al rededor de esta sierra. En Tepoztlán nunca pasaba nada, y era un tanto inverosímil que inversiones tan grandes se vertieran en este pueblito de artesanos y agricultores, pero imaginándolo un poco, pude ver lo atractiva que pudiese lucir una tierra como esta para todos esos ridículos golfistas del mundo. El terreno era lo suficientemente irregular, como para construir un campo profesional que representara un reto a los mas experimentados deportistas, además de que poseía un paisaje de belleza extraordinariamente exótica.   La idea de ver este paraíso y esta gente ultrajada por la ambición capitalista me hirvió de pronto la sangre. Algo tenía que impedirlo, y no era el gobierno quien habría de hacerlo, pues en la balanza entre lo económico y el respeto a la cultura y la preservación del medio ambiente, siempre solía inclinarse a lo primero.   Crucé entre las hileras de puestos de regreso hacia la plaza, esquivando los tenderos cargando sus cajas de hierbas y mercaderías, apresurando el cierre de sus negocios mientras la luz del crepúsculo empezaba a teñir la atmosfera de tonos violáceos. Observé avanzar las sombras azules sobre las fachadas de piedra, y el rojo de los tejados degradarse en tonalidades parduscas, mientras detrás de las frondas de ahuehuetes en el atrio del convento, el muro de peñascos en la sierra se fundía gradualmente con el negro invasivo de la noche. La briza templada de las cañadas sumergió el valle en un sueño profundo, adormeciendo el ajetreo cotidiano del día.   Al encaminarme hacia la pendiente empedrada que guía hacia el barrio de Santa Cruz, noté un grupo grande de gente en el quiosco de la capilla de La Purísima, entre ellos el gringo de Norman, quien había partido de la mesa donde cenábamos un poco antes que yo. No era hora de misa, y sería extraño de cualquier modo que este excombatiente contrabandista asistiera a ningún tipo de ceremonia religiosa; no lo conocía realmente, pero en pueblos como este la vida ajena es todo menos eso, y seguro que la reunión se trataba de cualquier otro asunto menos el espiritual.   Me detuve un momento detrás de la barda de piedra ocultándome tras la sombra de un colorín, observando la escena detalladamente. Algo tenso se escuchaba en el tono de las conversaciones, y aunque no entendía lo que se decía por el volumen cabizbajo de la discusión, en ocasiones uno que otro miembro explotaba dejando salir alguna frase ofuscada como "justicia a nuestros campesinos", o alguna cita revolucionaria como: "la tierra es del pueblo no del gobierno". Entendí en el acto que se trataba de alguna clase de manifestación, como tantas había visto gestarse en la capital; era cotidiano para mí ver el coraje del pueblo plasmado en el despliegue de pancartas, voces enardecidas, y una que otra muestra de violencia colectiva, que la mayoría de las veces terminaba extinta por la brutalidad policiaca, y el único rastro del evento aparecía en uno que otro encabezado en los diarios matutinos, siempre en columnas secundarias como: "Mitin frustrado de vándalos reaccionarios".   Regresé a la callejuela rumbo a la cabaña, cuando al doblar la esquina casi tropiezo con Edith, quien mostraba una expresión de alarma. Su rostro lucia pálido como cera, y sus ojos oscuros estaban enmarcados por un aro violáceo, como cuando uno luce cuando se gastan las noches en vela. -¿Cuándo llegaste Adrián? Me preguntó. -Tenemos que hablar, hay muchas cosas graves sucediendo últimamente. Va a reventar todo esta noche, y no te culparía si decides estar fuera de todo este lio. Me tomó de un brazo guiándome a través de los callejones, hasta la entrada de una casa de donde pendía un moño negro, volteando la vista hacia atrás como asegurándose de que nadie nos seguía. Abrió con una mano una puertecilla doble sin tranca, y con la otra me impulsó hacia adentro. El interior estaba impregnado de humo de vela, y un olor a asares me insertó en el pecho la certeza de que la muerte rondaba cerca.   La casita humilde estaba a media penumbra, y el mobiliario consistía en una mesita de palo sobre la que reposaba una jarra de barro en la que un vapor de café ascendía escapando por la ranura entreabierta de la tapa. El cuarto contiguo estaba iluminado por lirios pascuales y veladoras alineadas en torno a un féretro de pino, en el que el cuerpo de un hombre viejo descansaba. Edith cruzó la habitación aproximándose a una mujer joven de rostro rígido sentada en una esquina del cuarto, quien fijaba la mirada en el muro dilapidado sin parpadear, como ignorando nuestra presencia. Yo permanecí inerte bajo el marco de la puerta, entre la primera y segunda habitación, inseguro de como reaccionar ante esta escena inesperada.   En el otro extremo de la casa al final de un corredor angosto, un grupo de alrededor quince personas esperaba silenciosamente sentados en sillas colocadas alrededor de los cuatro muros. Uno de ellos me miró desde el final del cuarto, y levantó su palma saludándome. Reconocí que se trataba de Claudio Velázquez, el amigo con el quien trabajaba en el taller de artesanos. Era una buena persona y me había ayudado desde que llegué al pueblo consiguiéndome un empleo haciendo instrumentos musicales de bambú, negocio que manejaba Clinton otro americano expatriado.   Crucé el pasillo hacia el grupo, y Edith me alcanzó antes de poder entrar al cuarto, poniéndome una mano sobre mi hombro. - "Lo asesinaron los judiciales de Don Lucio el jefe de la policía municipal, porque se opuso a firmar los papeles de venta de sus parcelas." -"Dieciséis tiros en la espalda le dieron los malditos, y dejaron a su pobre hija sola con la impotencia y la rabia por dentro." Edith continuó narrándome los hechos, diciéndome que era peligroso que me vieran en el funeral, y que yo decidiría si debía quedarme y unirme a la causa, o que bien, partiera de regreso a la ciudad para no involucrarme. Esto es asunto de Tepoztlán, me dijo.   La gente nativa usaba el termino tepostizo para referirse a las personas que venían de fuera como yo, e implicaba connotaciones despectivas en la mayoría de los casos. Mis amigos nunca me habían llamado así, pero era claro que no pertenecía realmente a su grupo y que mucho menos se esperaba que uno se involucrara en sus conflictos personales. Además nadie quería a los capitalinos, no solo aquí en el estado de Morelos, sino también en todo el resto del país.   Supe que la advertencia, era bienintencionada y que el afán era el de mantenerme fuera del tumulto que se estaba avecinando. No imaginaba cuales serían las consecuencias, y aun no entendía lo que sucedía. Después de cometerse un crimen así, se esperaba que las autoridades federales investigaran el abuso de poder por parte de los municipales, y si esto del proyecto del club de golf tenia algún lazo conspiratorio con las autoridades locales, entonces tendrían que suspenderlo hasta aclarar los hechos.   Claudio se acercó a mí, y me jaló hacia un traspatio del hombro. -"A buena hora te apareces por aquí Adrián." -"Vamos a cerrar el pueblo y nos vamos a hacer justicia como dios manda, así que tu sabes si te quedas o te regresas, porque después ya no habrá oportunidad." Continuó en voz baja mientras desenfundaba un revolver de su chamarra de mezclilla. -Mira, me dijo. - Si te quedas esto es la herramienta que vamos a usar. No las palabras, no los jueces, ni tampoco las manifestaciones que no sirven para una chingada. Los vamos a balear uno por uno, hasta dejar este pueblo limpio de cobardes traidores. Nuestra tierra es lo único que tenemos después de nuestra dignidad, y con todo respeto mi hermano, ningún chilango nos va a venir a decir como hacer uso de nuestras vidas. Nos quieren quitar los ejidos con los que nos alimentamos y subsistimos, para hacernos sirvientes en nuestra propia casa.   La incertidumbre me inundó súbitamente, y supe que definitivamente no tenía ese tipo de temple como para tomar las armas y convertirme en un asesino como ellos. También sabía que tendría que respetar la postura de mis camaradas, era solo que no lograba asimilar la idea de tomar la vida de otros, aun cuando se trataban de gente sin escrúpulos. Yo no era alguien quien mataría por sus convicciones, y quizás habría tenido que vivir una situación de abuso como la que ellos venían sufriendo por tanto tiempo, pero yo venia de otro mundo. En la capital existían contrastes sociales dramáticos, y siempre había sido obvio quien tenia el poder, y quien estaba en la base de la pirámide de estratos, pero allá reinaba un poco mas de estructura con respecto a la forma en como se arreglaban las cosas. La gente no tomaba la justicia por sus propias manos en el grado en como aquí se hacía.   Habían ocurrido casos últimamente de linchamientos en numerosos poblados, no solo aquí en el estado, sino también en Guerrero, Oaxaca, y Chiapas, donde incluso se estaba generando un movimiento revolucionario. Los Zapatistas habían tomado la capital de Chiapas, y las cosas por allá estaban de algún modo sirviendo de modelo para el resto de las comunidades indígenas en México. Eran tiempos de cambio, pero nadie sabía a ciencia cierta si ese cambio sería para bien o para mal.   Claudio regresó al interior de la casa con el resto de los familiares y amigos, dejándome lleno de dudas a cerca de lo que realmente estaba sucediendo. No quise decir una sola palabra, era como si lo que pasaba alrededor mío fuera como una película en la cual me había perdido el principio, y lo que veía, faltaba totalmente de cualquier hilo coherente.   La noche cayó sobre el pueblo, dejándonos expuestos a la voluntad de la penumbra y las sombras, paradójicamente iluminados por la única luz existente, la de las velas del muerto que se extinguían con el paso de las horas.   Dieron las doce, y Chava el esposo de Edith entró al cuarto junto con otro grupo de gente, que por la pinta, venían del extranjero, quizás sudamericanos, lo cual fue fácil asegurar después de escuchar los acentos Argentinos. -Que tal chavo. ¿Cuando llegaste? Me preguntó Chava. No puedes quedarte aquí, es demasiado riesgoso. Vámonos ahora a trepar el monte que ya estarán cerrando las entradas del pueblo pronto. El que se quedó se quedó.   -Traigo estos amigos de Buenos Aires que vienen haciendo circo ambulante desde la Patagonia, y voy a cruzarlos por el monte hasta tres cumbres. Querían dar espectáculo en la plaza este Domingo, pero tendrán que regresar en otro momento. Si salimos ahora y nos resguardamos en los corredores hasta el amanecer, podremos mañana temprano continuar avanzando los otros treinta kilómetros hasta el Estado de México. Allá tu los llevas de regreso al DF, y ya cuando las cosas se pongan menos difíciles, pues regresan a hacer su numerito por acá. Como ves?. Tu me servirías de ayuda pues sé que conoces la montaña, y sinceramente no tendrías nada que hacer por aquí con todo este lio de mierda.   Los ocho integrantes estaban tan mudos y tan incrédulos de lo que ocurría como yo, y no me disgustaba la idea de ayudar a mis camaradas de una manera exenta de violencia.   Uno a uno se presentaron. -Soy Flavio, se adelantó ofreciéndome una mano el mas viejo de todos, cargando un trombón un poco abollado y verde de óxido sobre su espalda, mientras se rascaba la barba negra que le llenaba casi toda la cara. -Mucho gusto respondí. Mi nombre es Adrián. -Pues estos son, Paolo, Martín, Romina, Valeria, Lucas, Marco, y Natalia, contestó. Un gusto loco, me respondieron a coro mientras se liberaban de sus bultos e instrumentos esparciéndolos alrededor del patio de la casa.   Natalia lucía un poco ataviada y parecía como intrigada, por su semblante pálido y por una expresión misteriosa en sus pupilas dilatadas. Me llamó la atención su leotardo violeta en el que se dibujaban unos senos compactos acentuados por un par de círculos rojos de ceda bordados sobre su pecho, y unas botas amarillas tal como las que yo mismo vestía. Ella era la única que no hablaba y encontré algo exquisito en su silencio.   Los demás caminaron hacia el fondo del patio coleccionando cajas metálicas, de donde surgían trapos multicolores y todo tipo de artefactos. Somos la tribu Celapia me dijo Flavio sonriendo. Empezamos a viajar haciendo circo hace como diez años, y hemos encontrado peores momentos a lo largo de nuestras travesías. Somos como piratas terrestres robando la tristeza de la gente, y luego que partimos de algún lugar cargados de ellas, pues las convertimos en música, teatro y danza para el público del próximo pueblo.   Piratas terrestres, pensé. Robando tristeza en ves de ofrecerlas. No hubiera sido mala idea convencer al pirata Bernardo de cambiar de giro su carrera criminal, y convertirlo en cirquero roba pesares. -Yo también hago música y teatro de mis tristezas le respondí.  Uso también la música para olvidar las propias.   De la casa salió Chava junto con Claudio quien deprisa tomó un costal de yute de uno de los barriles que había en el patio junto a la pileta de agua, y comenzaron a meter cajas con municiones que se pasaban a otra maleta grande que habían jalado debajo de unas matas de calabaza en las jardineras. Edith se acercó con una seña de cejas arqueadas girando su cabeza rápidamente hacia afuera, y supe que era la hora de salir al monte.   Aunque el cansancio del viaje y la madeja de eventos recientes me entorpecía la razón, instintivamente entendí que era cuestión de vida o muerte. Me acerqué al grupo quienes ya habían hecho una selección minimizada de su equipaje, y les apresuré a seguirme trepando una bardilla de piedras amontonadas detrás del traspatio, siguiendo los pasos de Claudio, Chava y Edith, quienes se dispararon a la huida ágilmente. Seguimos en la oscuridad avanzando en hilera mudos de zozobra, inciertos de el peligro en los alrededores, enfilándonos hacia el monumento oscuro de la montaña en el horizonte.   Tres balazos seguidos de otra veintena, anunciaron el inicio de la violencia resonando a través del valle, continuando con gritos provenientes del centro del pueblo. La penumbra se iluminó repentinamente por un resplandor de bengala en el cielo, dejando una línea azulosa sobre el firmamento con nubes incandescentes. Mis pulmones y mis palpitaciones se estrepitaron, y dejé mis piernas transportarme sin pausa y sin vacilo hacia el bosque lejos del tumulto explosivo que se estaba detonando tras nuestras espaldas.   Cruzamos una plazuela en el triángulo que hacen dos calles bifurcadas, y una camioneta cargada de hombres amarrados por manos y pies cruzó casi volcándose al virar en la esquina. Al volante estaba el gringo de Norman acompañado por otros tres hombres indígenas. Claudio quién corría frente a mí les hizo una señal con el brazo extendido, y las llantas frenaron dejando una franja negra en el empedrado, lanzando la carga humana en la caja hacia el frente como bultos inertes. Alcancé el extremo último de la explanada refugiándome tras un árbol y el resto del grupo de Argentinos me siguieron. Vi a Claudio hablar con los hombres en la cabina de la camioneta, mientras Chava discutía algo con el americano por la ventana. -¿Que harán con los hombres? preguntó Natalia con la línea de sus cejas oscuras y densas uniéndose arriba en donde su nariz delgada empieza. - No lo sé y no queremos averiguarlo dijo Flavio.   -No queremos que nos involucren si es que alguien nos ve ahora con ellos y nos reconocen después, contesto Paolo mientras se frotaba nerviosamente su calva lustrosa. El era el maestro de ceremonias del circo según lo que había escuchado, y tenía cierto control en la toma de decisiones en el grupo. Su voz grave y profunda enganchaba la atención de quien lo escuchaba, y lo que decía parecía tener peso y credibilidad, aunque solo fuera aparente.   -No vamos a mesclar el espectáculo con estos embrollos reaccionarios, aun cuando no se tiene duda de sus motivos para tomar el control de esta forma, pero vamos ahora mismo a exigir a quien le corresponda que nos saquen como dios manda sin escapes absurdos.   Continuó su argumento, alineando las solapas arrugadas y desgastadas de su saco negro, y con actitud altiva colocó un sombrero raído de copa negro sobre su cabeza desnuda, extendiendo un bastón plegable de uno de los bolsillos del pantalón con la otra mano, apuntándolo hacia sus colegas. Yo me vuelvo hacia el hotel que seguro mañana todo esto se habrá calmado un poco, y podremos pensar con calma si hacemos el espectáculo o nos vamos a la capital; que me sigan los que quieran salir a salvo de todo esto.   Sos un porfiado Paolo, gritó Natalia. No podes regresar al hotel, que te van a meter una bala en la cabeza. Explícale Adrián, y que nadie escuche a este boludo arrogante, que no estamos en condiciones de exigir nada a nadie, añadió montando sus manos sobre sus caderas vestidas de seda violeta.   -Ella tiene razón, les dije. No podemos regresar hacia el centro, lo que hay que hacer es seguir hacia la montaña y evadir cualquier riesgo. Yo conozco el sitio como la palma de mi mano, y en un par de horas estaremos en la cueva de los corredores, donde podremos descansar para mantener la cabeza sana.   Realmente no conocía la montaña tanto como mi palma, pero si lo suficiente como para encontrar un lugar seguro para dormir. En la mañana pensaría como era la mejor forma de cruzar la sierra si es que era necesario, pues quizás como Paolo decía, las cosas podrían estar mas frías en unas horas, y regresaríamos para salir del pueblo normalmente.   Paolo caminó hacia la camioneta donde Chava y Claudio hablaban con Norman y los otros hombres, y Martín, Romina, Valeria, Lucas, y Marco lo siguieron.   -Que hacen! gritó Flavio, no lo escuchen, no es buena idea, seguimos con Adrián cuesta arriba lejos de todo esto, y mañana con calma lo pensamos todos juntos.   Natalia intentó correr a detenerlos pero decidí tomarla del brazo. Sentí un impulso de protegerla, y al tocarla sentí una corriente extraña fluyendo de su piel cálida hacia mi mano. No la conocía, pero estaba sintiendo que su energía me era familiar, y su rostro pálido me cautivaba de una manera sobrenatural. Volteó su cabeza hacia la mía, sorprendida de que la retuviera forcejeando unos instantes, y la oprimí con mis brazos sin pensar en lo que hacia.   Ella me miró intrigada con sus ojos verdes circundados por un aro rojizo, y olí su aliento tibio que me generó una química interna mandando una carga eléctrica a lo largo de mi espina, hacia mi estomago.   Natalia no respondió nada, solo se dejó retener por mis brazos como si confiara en mi designio, y comprendí que este encuentro tenia algo oculto mas allá de la casualidad. Era como si hubiese encontrado al fin, alguna clase de misión, y esa era la de proteger a esta persona que apenas conocía.   Paolo se aproximó a la camioneta, donde Chava y Claudio conversaban con Norman y los otros hombres, y lo vi blandir su bastón batiéndolo en el aire frente a sus caras, demandando que lo llevasen de regreso su hotel. Norman bajó de la camioneta empujando la puerta, casi tumbando a Claudio hacia el empedrado, y sin anunciarlo vi su puño entrenado estamparse en la cara del director de ceremonias, mandándolo de bruces hacia atrás.   Natalia lanzó un grito y mi mano lo atrapó a manera de sordina sobre sus labios. Paolo permaneció quieto sobre las piedras, y Chava intentó incorporarlo, pero Norman volvió a impulsarlo con su bota militar sobre su pecho.   -No lo levantes dijo, aquí nadie exige nada mas que nosotros, y si decidió ser espectador de los sucesos, que lo haga con humildad y respeto.   Los otros dos hombres bajaron de la cabina, y noté los rifles colgando de sus hombros. Uno de ellos abrió la puerta trasera de la caja de carga, y arrastró a uno de los hombres amarrados hacia la plazuela frente a nosotros, arrojando su cuerpo dentro de la fuente vacía pateando su espalda. Jalé a Natalia hacia la esquina, ocultándonos detrás del muro y un poste telefónico, y Flavio nos siguió en sigilo.   Asomé la cabeza una ves mas detrás del muro, y vi a el resto del grupo de Argentinos desapareciendo al final de la calle, mientras en la plaza, súbitamente alcancé a ver un par de ráfagas luminosas acompañadas de dos explosiones secas reverberando en el espacio hueco de la fuente. Olí el humo de pólvora, y sentí mi estomago inundarse de adrenalina impulsándome hacia el escape con la mente cegada por el sobresalto.   Escuché otra serie de cinco o seis disparos tras de mí, pero ya estaba corriendo calle arriba con el brazo de mi acompañante aferrado a mi mano, no pensando mas que en el empeño de mis piernas. Corrimos sin cansancio cruzando las cuadras de casas dormidas, tragando el aire frio de la madrugada y penetrando en la oscuridad húmeda de la montaña, ingresando a la antesala del bosque al final del pueblo.   -¡Flavio! Gritó Natalia. ¿Donde está? No había tenido la certeza de ocuparme de lo que había ocurrido con él, solo me había dejado mover por el instinto de sobrevivencia, y no entendía siquiera por que no había soltado el brazo de esta persona que no conocía.   Dejamos las últimas casas detrás, saltando hacia el lecho de un rio seco brincando de roca en roca en silencio, siguiendo la vereda vertiginosa de piedras arrastradas por la corriente extinta. No había luz ni guía, solo la cuenca escalonada en ascenso hacia el cielo ennegrecido, envueltos en el estruendo eléctrico de los insectos nocturnos.   Dos bengalas más iluminaron el cielo, y los motores de dos helicópteros militares rugieron resonando en el valle, mientras un estruendo de proyectiles explotando en las calles se desató estrepitosamente.   Arrastré nuestros pesos desafiando la gravedad hacia las rocas altas de los peñascos, desde donde observamos aterrados la presidencia municipal envuelta en llamas, y una muchedumbre despavorida fluyendo en las calles alrededor de la plaza.   Mudo de miedo me aferré al brazo de ella, y corrimos juntos a través del bosque hacia las cimas, tropezando con las ramas y obstáculos oscurecidos en un trance inexplicable. Nuestros pasos se sincronizaron trotando mecanizados, y nuestra razón se anuló por la inercia de nuestros pulsos acelerados, ascendiendo mas y mas alto sin descanso.   No sé cuantas horas habrán transcurrido, pero nuestras piernas motivadas por alguna fuerza irracional, nos continuaron impulsando hacia la nada lejos de todo, apartándonos del espanto del odio humano, hasta que el cansancio finalmente nos rindió, y la noche nos tragó en su profundidad absoluta.     Un calor amarillento me cubrió el rostro despertándome del ensueño, y un dolor agudo imposibilito mi cuerpo al intentar levantarme. Observé una radiación cálida descender entre las copas de los árboles, dejándome estático bajo un velo luminoso impidiéndome ver mas que un halo brumoso.   Traté de moverme una ves más, pero no hallé respuesta en mis músculos, así que permanecí quieto envuelto en una paz extraña tendido en la cama de hierba. Sentí otra ves un dolor agudo en mis extremidades y tórax, y entonces sentí una masa cálida inesperada sobre mi hombro.   Una ves más me esforcé por incorporarme, incierto de donde estaba, y de que clase de pesadilla surgía, y mi visión adaptándose gradualmente a la luz deslumbrante, me permitió ver una cabellera castaña descansando sobre mí pecho. Era ella, la desconocida por la que en ese instante me sentía tan ligado sin ninguna razón específica.   Dormía profundamente sobre mí, liberando un vaho cálido evaporándose al ritmo de su respiración, escapando de entre sus labios rosáceos y carnosos. Recorrí con mis ojos su cuerpo tendido en las hojas húmedas, desde su rostro pálido y quieto, hasta sus pechos antes cubiertos por ceda púrpura, ahora expuestos al sol escapando entre tela rasgada y sucia. Descubrí uno de sus pezones surgiendo erguido entre las rupturas, circundado por la textura carmín de su piel endurecida por el frio de la mañana.   Inmóvil, continué explorando el relieve terso de su estómago expandiéndose y contrayéndose por su respiración pausada, y continué hacia su vientre, intrigado por el hallazgo excitante de su pubis desnudo.   Solo su pierna derecha se mantenía aun cubierta por el leotardo ahora raído, la izquierda yacía rendida flexionada sobre una roca afelpada por la selva diminuta de un musgo verde.   Nos imaginé como un par de gigantes caídos desde el cielo abierto desde algún planeta vecino, descansando sobre este paisaje miniatura, con legiones de insectos confundiéndonos por montañas, y un mundo vegetal bajo nuestras espaldas oprimido por nuestro peso monumental.   El sol avanzó hacia el centro del cielo, mostrando su magnificencia radiante hacia la mitad del claro de bosque sobre nosotros, fundiendo la bruma matutina a su paso. El rigor de su calor retorno mi creatura durmiente a la consciencia, y sus parpados plegadizos se abrieron lentamente revelando unas pupilas verdosas y translucidas, escudriñando el entorno difuso antes de fijarse en las mías.   ¿Quién sos vos?, ¿En dónde estoy?. Su voz ronca y tenue escapó entre sus dientes, cortando el silencio interior del que recién despertaba, distinguiéndose de la orquestación de trinos y viento que surgió al instante entre las frondas y peñas cobrizas que nos circundaban.   Flavio, exclamó exaltada y propulsada por el repentino retorno de realidad, y vi su abdomen contraerse de dolor regresándola hacia el suelo en reflejo del cansancio de sus músculos. ¿Que ha pasado? preguntó. ¿Donde han ido todos?. Le habría querido dar una explicación, pero yo mismo me hacía la misma pregunta.   Me incorporé finalmente girando sobre mi cadera, y descubrí que la tela de mis pantalones estaba rasgada y fundida con la carne viva de mis rodillas. El dolor gradualmente invadió mis piernas enteras, y encontré también una rama de árbol clavada en la piel de mi costado.   Estás herido Adrián, dijo Natalia, sin darse cuenta que la parte baja de su cuerpo estaba desnudo, además de tener una decena de raspaduras a lo largo de sus piernas. Sin responder pensé en lo hermoso y extraño que resultaba su voz pronunciando mi nombre. Hace algunas horas no habría existido una razón por la cual ella me conociera, ni tampoco otra por la cual yo me inquietara de tal modo por su presencia.   -Tenés que quitarte esta ropa me dijo, ignorando sus propias heridas, dejando que sus manos retiraran mis pantalones, después de desprender la vara que punzaba mis costillas. Me sentí en medio de alguna escena teatral, por la cual nunca había ensayado, y no entendía ni cuando ni donde había obtenido el papel, ni en que clase de escenario surreal me hallaba. Todo era tan confuso, y asimilar el desenlace de los sucesos recientes tan repentinos y tan abruptos, me resultaba imposible. ¿De que clase de pesadilla despertábamos, y en que clase de sueño alterno surgíamos?.   La vi alcanzar una maletilla de loneta gruesa que cargaba en su espalda, y sacó un pomo de vidrio con una pasta blanca colocándola a lado mío sobre la hierba. -Sirve bien para cauterizar las heridas, me dijo.   De la maleta sacó una falda naranja de seda hindú, y la deslizó por arriba desde su cabeza hasta su cintura cubriendo sus muslos blancos. Vi sus pechos aun desnudos, e intenté disimular mi curiosidad lanzando la mirada hacia su cara, pero me topé con sus ojos astutos que descubrieron mi nervio ante su desnudez. -¿Boludo, que me ves tú?, ¿Nunca has visto una mujer o que pasa?. Sacó otra blusa blanca del bolso y para mi sanidad mental se cubrió finalmente. Alcanzó la pomada y la untó en mi piel herida después de desprender los jirones de tela incrustada. -Sos un niño me dijo, mientras tiraba la pierna contrayéndome por el ardor agudo producido por sus dedos friccionando mis rodillas cortadas.   Empecé a hacer gimnasia cuando era muy niña me dijo, y el tío con el que vivía después de que mi madre murió, solía usar una vara verde para castigarme cuando no practicaba lo suficiente. Terminaba con la espalda hecha trizas, pues jamás era suficiente lo que hacía y una vecina solía mandarme esta pomada que hacen allá en mi tierra. Desde el día que escapé me llevé el pomo para recordarme que nunca lo usaría otra ves, al menos no por los azotes que recibía.   Mi tío y mi padre eran los mejores artistas circenses de Mendoza, la ciudad donde crecí, hasta que a mi padre lo mataron en una pelea en un bar. Dicen que me quería mucho, pero nunca me constó personalmente, pues no era de las personas que demuestran sus emociones.   Alberto mi tío le tenia odio por haberse casado con mi madre. Ella una día me dijo que alguna ves se quisieron mucho, antes de que decidiera estar con mi padre. Lo reveló en una cama de hospital enferma de la esclerosis múltiple que le carcomió la sonrisa. Nunca me dijo porque eligió a mi padre en ves de Alberto, pero sé que después de morir aquella mañana lluviosa de Julio, descubrí a mi tío desvanecido de tristeza sobre su cuerpo, y así se quedó, con la tristeza permanente el los ojos. Se convirtió en el hombre mas amargo que nadie haya visto jamás. Dejó el circo, y dejó todo lo que le hacia feliz. A mi me castigó con su maldad por alguna razón desconocida, pero siempre se empeño en que la gloria de la tradición contorsionista de la familia, continuara en mi, solo que con sangre y rigor injustificado. Creo que finalmente a el es al que le debo esta carrera que me ha salvado del hambre después de todo.   Salí huyendo a Buenos Aires cuando tenía quince años, y ahí conocí a Flavio en Caminito una tarde de verano, entre todos esos músicos ambulantes que pueblan las calles de casas multicolores. Yo ofrecía un numero en la calle que había aprendido en un filme del Cirque du Soleil que una ves proyectaron al aire libre en la plaza de Mayo, y el se acercó a musicalizar con su trombón viejo, con una melodía triste y bella que me enamoró de su cara enmarañada. Flavio siempre ha sido demasiado gruñón y ensimismado, y además nunca le han gustado las chicas, ni los chicos tampoco supongo. Lo único que siempre le ha apasionado es la vida de nómada y ese trombón destartalado con el que hace tan increíble música.   Me mudé con el, y una sola ves, me amó en la única cama del piso donde vivíamos, pero creo que solo lo hizo porque le insistí tanto, y por todo el opio que alguna ves le dio por fumar. Creo que lo olvidó por completo al día siguiente, pues jamás se pronunció palabra alguna al respecto, pero nunca ha dejado de cuidarme.   Después conocimos a Paolo en una convención de artistas ambulantes en Chile, y a todo el resto de la tribu, y como Flavio y yo teníamos montado un espectáculo, nos terminaron invitando a viajar con ellos.   Terminé siendo la amante del señor director de ceremonias, o sea Paolo, pero solo por los primeros meses mientras le era novedad. Después encontró otras chicas menos experimentadas, y yo me cansé de sus manos lascivas; fue bueno mientras duró.   Natalia terminó su sesión curativa sobre mis piernas, y enrosco la tapadera de regreso en el pomo de pasta, dejándome aun mas intrigado de su persona que antes. Nunca había conocido a ninguna mujer que me revelara su intimidad y su vida personal como ella lo había hecho conmigo. Yo no era un tipo hábil en los juegos del amor, y a mis dieciocho años, no había realmente experimentado con mi sexualidad de una manera abierta, y no me era familiar conversar a cerca del tema con personas del sexo opuesto. En realidad aun era virgen, y este tipo de acercamiento me resultaba extraordinariamente excitante.   Te he puesto duro me dijo, fijando sus ojos sobre mis trusas entre mis piernas, haciéndome descubrir mi propia erección bajo la tela. -Che, que circo con esa carpa que alzas ahí, sonrió, mostrando un surco en su mejilla al desplegar su sonrisa amplia. Eso es todo lo que mis historias producen en los hombres, no importa que tan trágico pueda sonar mi pasado, siempre termino convirtiéndome en alguna clase de objeto sexual.   Intenté decir algo para compensar mi vergüenza, pero ella se acercó cubriéndome los labios con su palma fría. Está bien, no te preocupes, es mi culpa no quise apenarte, pero cúbrete antes de que algo innecesario ocurra.   Que cosa podría ser innecesaria en circunstancias como en las que nos encontrábamos, pensé, y contesté disimulando mis nervios: no me han excitado tus historias, normalmente despierto así, y me ha conmovido tu confianza. Además no me parece que seas ningún objeto sexual, digo en realidad me pareces hermosa, pero no en esa forma, no me malentiendas, olvídalo no me hagas caso, termine sin una idea de lo que decía.   Vi sus ojos rodar hacia arriba, y su cabeza negando incrédula de lo que lo que acababa de escapar de mi boca. -Hay que tipo, dijo, lanzando una carcajada desde su estómago levantando una de sus botas amarillas al aire. Primero me arrastras montaña arriba casi arrancándome el brazo en medio de la noche sin siquiera conocerme, y luego me sales con que no me encuentras atractiva. ¿Te parezco hermosa, o no soy ningún objeto sexual para ti?. -Que confusión la tuya pibe.   -¿Así que siempre despiertas erguido como una torre, y no te explicas porque sucede?. ¿No será que le hace falta un poco de uso a eso?. Continuó doblándose con su risa convulsiva, y yo me subí los pantalones olvidándome del dolor en mis rodillas.   -Bueno basta ya de entretenerte conmigo, le dije, empezando a contagiarme de sus carcajadas impertinentes. Has sido tu la que me ha puesto duro realmente contesté, si es que eso te hace sentir mejor. -No todos los días despierto encontrando una teta linda tendida sobre mi pecho, y a una mujer medio desnuda y bella como tu a mi lado.   Me levanté aturdido por su intromisión, y eché un buen vistazo a los peñascos alrededor, ubicándonos un poco entre lo espeso del bosque. Encontré el lecho del rio que habíamos seguido por la noche, y comprendí que nos encontrábamos en la cima de un cerro que le llaman Ometépetl, justo encima del barrio de Santa Cruz. Caminé hacia la pendiente y pude ver el pueblo aun despidiendo humo negro alrededor de la plaza, y sobre el valle de Atongo alcancé a distinguir una hilera de camiones de construcción envueltos en llamas altas, dejando un rastro oscuro de nubes en el horizonte.   Del otro lado del monte, la traza irregular empotrada en las colinas del poblado de Ocotitlan, se distinguía detrás de las copas de los bosques de pinos a la distancia. A un costado, al final de los desfiladeros, vi la línea curva de la autopista escalar zigzagueante trepando las cumbres de Topilejo, y series de puntos móviles fluyendo de arriba a abajo, transportando a los viajeros cortando la sierra. Permanecí observando el paisaje vasto buscando una ruta, ya fuera hacia Ocotitlan, o hacia la carretera, pero definitivamente no de regreso hacia el valle tepozteco.   Sentí la palma de Natalia sobre mi espalda, y escuche su voz tersa en mi oído: Gracias Adrián, y perdóname por molestarte. Me volteé mirando sus ojos grandes y profundos, y sentí el impulso de confesarle mis penas, contándole todo a cerca de mí sin buscar excusas, ni explicaciones entregándole mi historia. ¿Que eres que me provocas tan indescriptibles sensaciones?, le pregunté mirando el vello terso de sus mejillas rosadas. Creo que te he estado buscando desde hace tiempo, pero no me explico porque he descubierto que tu eras eso que necesitaba tanto. No puedo darte una razón por la cual sentí que debía traerte conmigo, pero existe algo en ti que me cautivó, y me asusta averiguar que es precisamente lo que lo ha generado.   Es el destino quizás, me dijo. -Yo también sentí algo extraño cuando te vi a media penumbra en la casa del muerto. Cuando tu amigo Chava nos llevaba al velorio de ese pobre hombre, y entramos a ese cuarto impregnado de asares y humo de vela, me asombró la energía de vida que surgía en su interior. Era como un flujo de esperanza que se incrustó entre mis costillas, y no me expliqué de donde nacía ni porque lo encontraba en un sitio tan triste y tan amargo como aquel. Entonces te vi en ese patio cuando nos presentaron, y alguna extraña sospecha hormigueó detrás de mi cabeza, como si reencontrara algo perdido, pero no pude comprender que era lo que te hacia tan familiar Adrián.   Sinceramente este tipo de experiencias no me sorprenden del todo, continuó, cruzando mi frente con su dedo índice hasta mi boca. Llevo seis años desde que escapé de mi tío, y desde entonces me he ido dejando guiar por mi sexto sentido distinguiendo si las personas que cruzan por mi camino, son buenas o malas para mi. Fabián ha sido una de esas buenas personas, y en el mismo momento cuando le vi en aquella plaza en Buenos Aires, supe que era una pieza perdida en el rompecabezas de mi misma. Ahora mismo sé que el se encuentra a salvo, allá abajo, y no me preguntes porque tengo esta certeza, pues solo lo siento de alguna manera inexplicable.   El sonido grave y profundo de un trombón resonó desde abajo en algún lugar del pueblo, interrumpiendo nuestra conversación, y una melodía simple y pausada rebotó de un lado a otro entre los muros de roca, penetrando en las grietas de granito y en las ramas densas de las coníferas.   Es él exclamó, saltando sobre sus botas buscando la fuente exacta de la música, siguiendo la oscilación de las ondas viajando en círculos golpeando los acantilados con sus oídos, pero el sonido parecía surgir de todos los puntos. Te lo he dicho, me dijo abrazándome con sus pechos impresos en el mío, lanzando después su lengua húmeda penetrando en mi boca, y sus labios carnosos devorándome, en un juego de dientes, saliva, y piel. Olí su interior que se abrió desbordándose en mi garganta hacia mi todo, y fue tan tibio y tan confortante como al regresar al hogar después de una larga ausencia.   Siguiendo el manual de mi instinto, levante su falda anaranjada, y dejé mi miembro explotar afuera de la mezclilla que le retenía, y sin pensarlo lo hundí entre sus piernas hasta el fondo de su interior, penetrando en el universo acuoso y candente de su vagina oculta. La oí gemir suspendiéndola sobre mi falo hecho piedra, parado encarando el abismo de las alturas sobre el acantilado, mientras su sexo me empapaba fluyendo hacia mis muslos resbalando hacia mis rodillas heridas. La penetré poderosamente sosteniéndola con mis brazos por su cintura, empeñando su centro hacia el mío en una danza delirante. Vi las nubes enfrente del azul inmenso del cielo, y sobre puesto su rostro en trance, convulsionándose por el placer de nuestras fuerzas unidas. Parvadas de aves volaron sobre nosotros escapando de la tempestad que nuestro ritual producía, y los insectos se hundieron el lo profundo de sus guaridas asustados por el estruendo de nuestras respiraciones estrepitosas. Entonces súbitamente, todo mi miedo y mis penas se liberaron, inundándola por dentro con el torrente infinito mi virilidad densa, y sus músculos interiores me atraparon contrayéndose al rededor de mi miembro ensartado, haciéndonos un mismo ente en medio de un mundo enorme y decadente.   Una ves mas nos rendimos sobre la hierba, con nuestros pensamientos enfilados por el influjo de la naturaleza salvaje, semejándonos cada ves mas a las bestias silvestres, y a las flores y las raíces de los amates, creciendo libres de protocolos premeditados. No había mas dolor ni incertidumbre en nosotros, solo cansancio y gozo infinito mesclados sobre la cama vegetal que nos sostenía, incorporados a la masa homogénea y enorme de la montaña.   Supe que abajo el mundo humano se hacia pedazos, pero entendí que esa era y había sido siempre su naturaleza fundamental. Comprendí que todo se destruye y se reconstruye en un ciclo enigmático constante y repetitivo, y que mañana la calma reinaría temporalmente hasta que el caos alcanzara su cúspide oscura una ves mas, y así sucesivamente. Me dejé invadir por la bondad y la belleza infinita de este ser recién conocido, envolviéndonos en la benevolencia de dios madre tierra, olvidando por un momento que todo dolor así como todo placer de esta vida, son efímeros, y nada es permanente.   Dormimos horas o quizás días sumergidos en nuestra condición silvestre, dejando la paz del monte sanar el trauma de los acontecimientos vividos, haciendo el amor cada ves que la duda de la existencia de la bondad humana nos invadía, desvaneciendo el mal que en ocasiones se escabullía trepando hacia nuestro refugio secreto. Intercambiamos nuestras penas y nos alimentamos con nuestros propios fluidos dulces, lamiéndonos las heridas en silencio, ocultando nuestra desnudes con las sombras frescas de los árboles ancianos y sabios. Hasta que un día al fin, nos sentimos lo suficientemente fuertes y valerosos para retornar a las calles, y nos desprendimos de nuestras ataduras rodando libres siguiendo nuestras propias direcciones cuesta abajo.   Una ves en el pueblo, descubrimos que la normalidad reinaba nuevamente. El club de golf jamás se construyo, y los asesinos y corruptos habían huido dejando el aire limpio de odio y codicia. La paz ocupaba el lugar de la guerra, por lo menos temporalmente, balanceando los pesos contrapuntantes del bien y el mal, como sucede con el verano plácido después de un invierno largo y oscuro.   Caminamos hacia la plaza donde la música y el teatro reunían a las masas, y nos encontramos con la tribu entera en pleno espectáculo, junto con Edith, Chava y los demás amigos reunidos en danzas y cantos colectivos. Busqué el guion arrugado en mi maleta, y dejé al pirata Bernardo surgir de el hacia la muchedumbre, robando las penas y los dolores de la gente, entregándonos yo, él, y Natalia, a la magia sacra del espectáculo.

domingo, diciembre 11, 2005

La música me salva del tedio del tiempo

Siempre he pensado que la música transforma el tiempo, utilizando cada fragmento de los segundos cubriendolos de emociones atraves del sonido. El ritmo que no es otra cosa mas que el tiempo mismo, decodificado en forma de pulsaciones sonoras, a su ves transporta las harmonias y melodias reconstruyendo el sentir humano, jugando con los fragmentos de los minutos articulados.

La música usando el tiempo como vehículo y materia prima, plasma los momentos en la mente del escucha, ligando las líricas y sus componentes a estados de ánimo evocando trozos de vivéncias, creando portales en los que uno puede acceder y navegar libremente por nuestras memórias.

El hombre jamás hubiera logrado inventar la música, sin haber primero inventado el concepto del tiempo. Aunque de un modo intuitivo y viceral creamos y reproducimos sonido, ya sea atraves del canto instintivo o por el estímulo cinético que aplicamos al mundo físico que nos rodea, sin una percepción racional del espácio cronológico, el intento nunca hubiera evolucionado del mero ruido desorganizado. O bien si la sensibildad humana lograba en algun momento superar la caréncia analítica, no creo que se hubiese conseguido escribir novenas sinfonías u obtener Louis Armstrongs, ni tampoco Bob Marleys en nuestras fonotecas.

Percibir el transcurso de los segundos, minutos, y horas, es estar conscientes de nuestra existéncia y nuestra preséncia viviente en esta realidad. El hecho de contar nuestro existir partiendo y fragmentando cada instante que consciéntemente vivimos, métricamente calculando nuestro trayecto cíclico al rededor del sol, representa sabiduria y poder, pero nos ha condenado al vício de medir nuestra vida.

Sabemos cuanto nos toma recorrer de un sitio a otro, y conocemos cuanto toman los astros en cruzar el firmamento, pero tambien amárgamente entendemos que nuestra estáncia en este estado viviente y consciente es limitado, y midiendo el tiempo, tenemos la desdicha de saber que cada segundo que cae sobre nosotros es irreversible. No hay vuelta atras en esta línea implacable que se avalancha sobre los que lo percibimos, y no existe nada que la detenga.

No es posible retener los instantes transcurrentes, pero si es posible vestirlos de sonido aligerando su tajáncia y tédio, llenando cada una de sus falanges multiplicantes de la música que creamos para entretener las horas largas de nuestro viaje.

El músico es malabarista de los momentos, y con cada acorde producido el tiempo se convierte en un juguete al que podemos malear transformándolo en lo que sea que nos entretenga. Al tocar, incluso se puede alcanzar la noción ilusória de poder detenerlo por lapsos cortos, asi como la de rebobinarlo y avanzarlo a nuestro antojo mientras nos sumergimos en el ritual de ejecutarlo. Por otro lado el que únicamente escucha, percibe la existéncia de quien produce la canción, pieza percusiva, o sinfonia, y los relaciona e identifica con su realidad propia, ligando la música a eventos y estados anímicos particulares.

Las músicas de mi vida se han convertido en iconos representativos de las piezas que conforman mi historia, y cada ves que navego por mi archivo de álbumes es como viajar en el tiempo en cualquier dirección, abriendo puertas de eventos y etapas, a veces encontrando dolores dormidos, y en otras alegrias vívidas.

Con la música el tiempo se disfraza, y el tédio de estar despierto y consciente se disipa, permitiéndome revisitar momentos observando mi existir, de una manera mas plácida.